miércoles, 25 de julio de 2012

IMAGEN DE SAN SANTIAGO APÓSTOL, EL MAYOR


FRASES QUE EDIFICAN


Frases que edifican

1. Dios no elige personas capacitadas; él capacita a los elegidos.

2. Uno con Dios es mayoría.

3. Mirándote a ti mismo te desanimas; mirando a los hombres te ensoberbeces; mirando a Jesús te redimes.

4. Vale mucho más una puerta que Dios te cerró que la abierta por el diablo.

5. Nunca pongas un signo de interrogación, donde Dios ya puso punto final.

6. No le cuentes a tu Dios cuán grande es tu problema; más bien cuéntale a tu problema cuán grande es tu Dios.

7. Debemos orar siempre, no hasta que Dios nos escuche, sino hasta que podamos oír a Dios.

8. Dios no puede hablar quedamente con personas apuradas.

9. Con Jesús, jamás una desgracia será la última noticia.

10. Moisés gastó: 40 años pensando que era alguien, 40 años aprendiendo que no era nadie y 40 años descubriendo lo que Dios puede hacer con un NADIE.

11. Sólo tendré todo de Dios, cuando El tenga todo de mí.

12. Sé que apenas soy un detalle, pero con Jesús, hago la diferencia.

13. La fe se ríe de las imposibilidades.

14. Hay personas que se salvan leyendo un folleto solamente, mientras otras se perderán conociendo la Biblia entera.

15. Nada está fuera del alcance de la oración, excepto lo que está fuera de la voluntad de Dios.

16. La tristeza mira hacia atrás; la preocupación mira alrededor; la fe mira hacia arriba.

17. El tiempo es por lejos más valioso que el dinero: No hay manera de hacer trueque con él.

18. No temas la presión; recuerda que ella transforma el carbón en diamante.

19. La grandeza del hombre se mide por la forma en que trata a los pequeños.

20. Perdonar es la mejor manera de vengarse

OIGAMOS A NUESTROS HIJOS


Oigamos a nuestros hijos

No me des todo lo que pida, a veces yo sólo pido para ver cuánto puedo obtener.
No me des siempre órdenes; si a veces me pidieras las cosas lo haría con gusto.
Cumple tus promesas; si me prometes un premio o un castigo, dámelo.
No me compares con nadie, si me haces lucir peor que los demás seré yo quien sufra.
No me corrijas delante de los demás, enséñame a ser mejor cuando estemos a solas.
No me grites, te respeto menos cuando lo haces y me enseñas a gritar.
Déjame valerme por mí mismo o nunca aprenderé. Cuando estás equivocado admítelo, y crecerá la opinión que tengo de ti.
Haré lo que tú hagas, pero nunca lo que digas y no hagas.
Enséñame a conocer y amar a Dios.
Cuando te cuente mis problemas, no me digas no tengo tiempo; compréndeme y ayúdame.
Quiéreme y dímelo, me gusta oírtelo decir.

Regala algo distinto


Regala algo distinto
Autora: Zenaida Bacardí de Argamasilla



Este año, haz lo que pocos hacen: regala  algo distinto.  Y en vez de pasarte los días correteando tiendas, pásatelos con Dios, haciendo paqueticos de caridad cristiana.

¿Por qué no dejas un poco de fe, esperanza y caridad en el corazón de todos?

Son regalos muy exclusivos de la tienda de Dios.

No tienen precio humano.  No tienen moneda circulante.  ¡No cuestan dinero!  Su precio es de amor, de alma.

Por eso no puede regalarlos todo el mundo y no se adquieren fácilmente, porque su tallado es laborioso, su pulimento constante y sus materiales muy caros.

Son regalos de tierra, con resplandor de cielo.

El hombre los elabora y Dios los premia.  El hombre da mano de obra y Dios da salvación eterna.

Regala un poco de tu fe, porque todos la necesitan.  Es el sentido de la vida.  Es la certeza de no necesitar pruebas para creer.  Es un faro al que siempre puedes mirar.  Es el  mejor amarre para no caer, la mejor brújula para orientarte ¡y el mejor puerto para morir!

No hay duda de que la fe es el ancla que te salva, la palanca que te mueve, el eje que  te sustenta, la vida que te rebosa y la luz que llevas dentro, floreciendo las cruces y obrando milagros.

Da un poco de esperanza.  Es una promesa que siempre está latente.  Es traspasar las murallas y  mirar más allá.  Es el sueño de los que están despiertos.  Es el horizonte de los que se derrumban.  Es la mecha ardiendo que te permite estar de pie y comenzar de nuevo.  Es poseer de antemano lo que todavía no ha llegado, y soñar hacer con lo que llegue, lo que todavía no ha sido posible realizar.  Es el resorte de tu imaginación para buscar una salida y el espacio donde siempre puedes abrir las alas y salir a volar.

¿Por qué no regalas este año algo tan lindo como la caridad cristiana?

La caridad es como un desdoblamiento hacia el otro, por amor de Dios.  Es gastarte en los demás y crecer para ti.

Son rendijas de tu amor destilando sobre la vida de los que te rodean.  Es dar de tu rocío para que el otro pueda amanecer, y de tu cosecha para que el otro pueda vivir.  Dar de tu agua para que nadie tenga sed.  Dar de tu abundancia para que nadie se sienta vacío, y de tu corazón para que nadie deje de calentarse.

Date a ti misma como semilla del camino y regala tus dones, como se dan los besos, las rosas y el amor.

Entrégate este año con más soluciones, más acción y más efectividad.  Y empezarás a sentir cómo se te encienden por dentro “llamitas” que tenías dormidas y cómo se realizan a tu lado los milagros invisibles de Dios.

Darse en amor, es la única forma de hacer crecer las alas ¡y alzar la vida!

En esta Navidad, mira la estrella del pesebre y llénate de luz.
Porque la luz de caridad es luz de “astro”… ¡la única que tiene abierto un caminito directo para llegar al cielo!

ORACIÓN A SAN SANTIAGO APOSTOL, EL MAYOR


SANTIAGO EL MAYOR; AL AMOR POR EL DOLOR

Autor: P. Juan J. Ferrán | Fuente: Catholic.net
Santiago el Mayor, al amor por el dolor
En la figura del Apóstol Santiago, el amor verdadero se curte en el dolor y en la cruz.
 
Santiago el Mayor, al amor por el dolor

Santiago, hijo de Zebedeo y Salomé (Mc 15,40), hermano del Apóstol Juan, fue uno de los tres discípulos más cercanos a Jesús: testigo de la curación de la suegra de Pedro (Mc 1,29-31), de la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,37-43), de la transfiguración de Cristo (Mc 9,2-8) y de la agonía de Getsemaní (Mt 26,37).

La vocación de Santiago está relatada de forma precisa: "Caminando adelante vio a otros dos hermanos, Santiago el de Zebedeo y a su hermano Juan, que estaban en la barca con su padre Zebedeo arreglando las redes, y los llamó. Y ellos al instante, dejando la barca y a su padre, le siguieron" (Mt 4, 21-22). Era de temperamento fuerte, pues enfadado por el rechazo de los pueblos samaritanos a Cristo, le proponen hacer bajar fuego del cielo (Lc 9,54-56). Cristo, ante la petición materna por sus hijos, le anuncia el martirio (Mt 20,21-28).

Vamos a contemplar en la figura del Apóstol Santiago cómo el amor verdadero se curte en el dolor y el la cruz. Sin duda, la cruz de Cristo es para nosotros el signo más evidente y claro del amor loco de Dios al hombre.

Amor y dolor constituyen dos términos de una misma realidad. Más aún, no puede existir el uno sin el otro. Un amor que no comportara sufrimiento, renuncia, sacrificio ya de entrada sería sospechoso. Un dolor que no se viviera con amor sería asimismo estéril e inútil. Justamente o el amor abre la puerta al dolor para demostrarse auténtico y el dolor se funde en el amor para vivirse en paz, o todo suena a patraña y a mentira. De hecho, cuando levantamos los ojos a la Cruz de Cristo, es cierto que vemos a un crucificado, pero sobre todo vemos en la Cruz el amor loco de Dios por nosotros. A través del dolor de Cristo comprendemos ese amor personal e infinito que nos tiene. Si en la cruz no hubiera amor, sería simplemente una estupidez. Por eso, como dice S. Pablo, la cruz es Aescándalo para los judíos , necedad para los gentiles; mas para los llamados, lo mismo judíos que griegos, un Cristo, fuerza de Dios y sabiduría de Dios@ (1 Cor 1, 23-24).


Al hombre de hoy de siempre la Cruz se le presenta como una realidad que inspira temor y rechazo. La sociedad siempre nos está prometiendo una vida fácil, cómoda, agradable, en la medida de lo posible ajena al sacrificio, al esfuerzo, al dolor. Por eso nos resulta tan difícil escoger el camino de Dios, y tan fácil seguir el derrotero del mundo. Sin embargo, la realidad es que nadie puede escapar a la presencia de la cruz y del dolor. Hay mucho tipo de cruces: cruces de todos los tamaños y de todos los colores, cruces más sangrantes y más profundas, cruces más llamativas y más calladas. El destino del hombre sobre la tierra pasa por la cruz en su camino hacia Dios. Si es inútil el querer escapar de su presencia; es todavía más bochornoso el vivir la cruz sin esperanza, sin amor, porque entonces la cruz amarga la vida y produce rebeldía.

El amor se convierte, por ello, en la única respuesta válida a todos los sacrificios, sufrimientos, luchas y trabajos del hombre. No se puede evitar la cruz en cualquiera de sus formas, pero siempre se puede vivirla con amor para darle sentido. Si esto se entendiera, los seres humanos verían en las dificultades de la vida, cualquiera de ellas, una forma de amor. Los problemas cotidianos de un matrimonio son ocasiones maravillosas para demostrarse un amor genuino y auténtico; los sufrimientos por los hijos se transforman en modos de amor más profundos que el simple cariño; los esfuerzos que exige la fe adquieren para ella el brillo de la autenticidad y de la verdad; el sacrificio en el seguimiento de Dios nos demuestra que Dios es demasiado grande y maravilloso para nosotros. Hay que sospechar generalmente de realidades que no cuestan, de matrimonios que no cuestan, de evangelios que no cuestan, de pertenencias a la Iglesia que no cuestan, de amores que no cuestan.

El dolor es, pues, la garantía del verdadero amor. Sólo es capaz de sufrir el que ama. Contemplamos así la vida de tantas personas que en el silencio de sus vidas, día a día, es el amor el que las impulsa a ir adelante, a pesar de todo y contra todo. Van adelante en su vida espiritual, aunque les atenace la sequedad; se humillan en el matrimonio esperando mejores momentos para solucionar las crisis; rezan con confianza a Dios cuando los hijos están pasando por momentos especialmente complicados; perseveran en las decisiones buenas, aunque a veces parezca que carecen de fuerza para seguir adelante. Sería extrañísimo e incluso desilusionador el amar sin tener que sufrir. Mas aun, el que ama se complace en el sufrir por aquél a quien ama. Hay santos que del cielo lo único que no les gusta es el no poder sufrir ya.

El Evangelio a través de dos evangelistas nos refiere de forma parecida, pero con matices diversos, una simpática escena en la que se pide para Santiago y Juan, su hermano, un lugar privilegiado en el Reino de Cristo. En Mt 20,21-28 es la madre de éstos, Salomé, quien eleva esta petición a Cristo. Y en Mc 10, 35-45 son ellos mismos directamente quienes hacen esta petición. Jesús en ambos relatos les dice que no saben lo que están pidiendo y les lanza esa misteriosa pregunta si pueden beber del cáliz que él va a beber. Ellos afirman que sí. Pero Jesús les anuncia que efectivamente van a beber el cáliz, pero respecto al sitio a su derecha e izquierda es para aquellos para quienes esté preparado.

"Concédenos que nos sentemos en tu gloria, uno a tu derecha y otro a tu izquierda" (Mc 10, 37). No hay duda de que es el amor el que impulsa a estos dos hermanos a pedirle a Cristo un privilegio tan extraordinario. Por el carácter apasionado, al menos de Santiago, suena lógico que quisiera estar cerca del Maestro en su gloria. El amor empuja hacia el amado de una forma irresistible. Sin embargo, para Santiago en este momento todavía el amor es un sentimiento, un impulso, una inclinación.

Es bello, pero no ha sido probado por el dolor. Aunque posteriormente se enfaden los demás por esta petición tan osada, no hay que quitarle valor a este deseo de los dos hermanos. Y Cristo la comprende. ¿Quién de los Apóstoles no desearía algo tan maravilloso? A Santiago no le bastaba la cercanía; quería la intimidad, la posesión, la totalidad.

"¿Podéis beber la copa que yo voy a beber o ser bautizados con el bautismo con que yo voy a ser bautizado?" (Mc 10, 38). Cristo enseguida trata de hacerle comprender con esta dura pregunta que para poder decir que se ama es necesario decirlo con el dolor. Si quiere de veras amarlo a Él, estar cerca de Él, compartir todo con Él, tendrá que beber su cáliz, cáliz que es Getsemaní, cáliz que es la muerte en la Cruz, cáliz que es la renuncia total a sí mismo. De esta forma Cristo toca la verdad más hermosa del amor: no se puede amar, cuando el amor no cuesta, o también el dolor es el modo más genuino y auténtico de amar. Seguramente en la vida es así: hasta que el amor no ha sido purificado por el dolor, no se puede decir que se ama en serio.

"Sí, podemos" (Mc 10,39). Del corazón decidido y generoso de Santiago salen estas palabras que confirman por un lado que ha entendido lo que el Maestro le ha enseñado acerca del amor a él y por otro que está dispuesto a seguir la suerte del Maestro hasta donde sea necesario, incluida la muerte. Jesús le confirma que efectivamente va a beber la copa que él va a beber y a ser bautizado con ese bautismo de sangre que será su muerte, pero le anuncia que sentarse a su derecha o a su izquierda no puede él concederlo. De alguna manera, todavía Cristo le orienta hacia un amor desprendido. El premio del que ama sólo es amar. Así el amor llega a su plenitud. Si se muere por él, no es para conseguir un lugar privilegiado en su Reino, sino simplemente para poder demostrar el grado de amor que invade su corazón, pues "no hay mayor amor que dar la vida por los amigos".

Para nosotros cristianos se convierte en una prioridad absoluta el aceptar la cruz y el dolor como la expresión más auténtica y genuina de nuestro amor a Dios, de nuestro amor a los demás y de nuestro amor a nosotros mismos. En todos estos campos se sigue realizando aquel camino de "a la luz por la cruz". Queremos que nuestro amor a Dios no se quede en meras palabras, deseamos que nuestro amor a los demás no se convierta simplemente en uso de los demás para nuestro egoísmo, pretendemos crecer como personas en el bien auténtico, tenemos que aceptar la cruz, amarla intensamente y vivirla en todas sus exigencias.


Nos tenemos que convencer de que el amor a Dios no son simplemente palabras, como nos enseña Cristo. El amor a Dios nos tiene que doler, es decir, tiene que vivirse en los momentos más difíciles para nosotros: cuando sentimos la oscuridad en la fe, cuando sentimos la desgana ante las cosas espirituales, cuando nos cuesta especialmente alguna exigencia del Evangelio como el perdón o la humildad, cuando tenemos que renunciar a nosotros mismos para aceptar el misterio de Dios, cuando tenemos que doblegar nuestro racionalismo ante la evidencia de la fe, cuando tenemos que aceptar el hecho de que el perdón de los pecados se confiera a través del sacramento del perdón, cuando en la persona del Vicario de Cristo tenemos que ver a Cristo mismo, cuando en el Magisterio de la Iglesia tenemos que reconocer a Cristo Maestro que nos habla por medio de sus representantes. Cuando me cueste amar a Dios, entonces estaré afirmando que mi amor a él es auténtico. Por el contrario, tenemos que sospechar cuando el amor a Dios nos resulte fácil, cómodo, tranquilo. Entonces no estaremos amando a Dios, sino buscándonos a nosotros mismos.

Y, ¿qué decir del amor a los demás? La esencia del amor es darse y entregarse, lo cual va en contra necesariamente de esa tendencia tan habitual en el hombre que es el egoísmo. Cada acto de amor es como una renuncia a uno mismo, lo cual se experimenta como dolor, aunque el amor sea capaz de darle un hermoso sentido. Por ello, tenemos que decidirnos a pasar por encima de nuestro egoísmo, aunque nos duela, cuando en casa nos resulte complicado sacrificarnos por los hijos o salir de nuestro mundo para entrar en contacto con el mundo de la mujer, cuando en el mundo profesional sintamos ganas o deseos de complicar la vida a cualquier precio a quienes compiten contra nosotros, cuando en la vida diaria sentimos que otros han pisoteado nuestros sentimientos y nos encontramos dolidos, cuando tenemos que mortificar nuestra lengua o nuestro pensamiento para no caer en el juicio temerario o en la crítica frívola, cuando hay que levantarse de la comodidad para servir y colaborar. Es natural que el amor a los demás esté hecho de renuncias propias, es decir, de gotas de dolor que, en este caso, sólo embellecen la propia vida.

Y finalmente, el amor verdadero a uno mismo tiene que aliarse con el dolor. Generalmente, porque nos atenaza la comodidad y no queremos sufrir, nos privamos a nosotros mismos de grandes posibilidades. No cultivamos nuestra mente, porque nos cuesta leer y formarnos, no desarrollamos los talentos que Dios ha depositado en nosotros, porque afirmamos que la vida en sí misma es ya muy complicada, no cuidamos muchas veces hasta nuestra misma salud porque no queremos renunciar a nuestros gustos y caprichos. Amarse correctamente a uno mismo es disponerse a luchar y a sufrir con el objetivo de crecer como persona, pasando por encima de criterios de comodidad y de pereza. En cambio, el amor a nosotros mismos, que nos destruye, es ese amor que nos lleva a buscar en cada momento lo fácil, lo barato, lo vulgar, en todo lo cual no hay renuncia, sacrificio, esfuerzo.


La Cruz de Cristo se ha convertido a lo largo de los siglos en ese monumento, visible desde todas partes, del amor loco de Dios al hombre. Pero sería triste que la Cruz sólo suscitara en nosotros admiración. La Cruz debe inspirar seguimiento. La Cruz con Cristo para nosotros se convierte en camino de salvación y de progreso espiritual. La Cruz nos es necesaria en la vida para poder autentificar el amor a Dios. La Cruz nos es fundamental en la vida para poder demostrar a los demás la sinceridad de nuestro amor. La Cruz nos es clave en la vida para poder salvarnos y ser felices en nuestro peregrinar por la tierra. Dígamosle a Cristo con las palabras de Santiago Apóstol que queremos bebe el cáliz que él va a beber y ser bautizados con el bautismo que él va a ser bautizado.
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