sábado, 16 de diciembre de 2017

PARA DIOS NO HAY NADA IMPOSIBLE


Para Dios no hay nada imposible




María escuchó al ángel hablando en su silencio: Para Dios no hay nada imposible. Todo es posible para Él. No para mí que soy limitado y torpe. Quiero creer en su poder actuando en mi vida. Imagino lo que puede hacer si yo creo en Él.

Si creo que puede actuar. Que puede vencer en mi debilidad. María creyó en ese poder imposible. Yo quiero creer que Dios puede cambiarme el corazón. Y puede cambiar la vida de tantos a través de mi propia vida, de mis manos.

Veo las dificultades del mundo. La oscuridad y el odio. Y me repito a mi oído esta misma frase. Sé que todo es posible para Dios. Aunque yo crea que no es posible. Porque me cuesta ver que cambie algo. No veo que lo haga, que actúe.

¿Por qué no lo hace? Siento que su impotencia me quita la esperanza. ¿Y si realmente no actúa y no vence? ¿Y si al final me encuentro solo ante la muerte? ¿Y si no sana la enfermedad y no me devuelve la vida perdida?

Me dicen que para Dios todo es posible. Pero yo no veo que sea real ante tanta muerte. El Adviento me habla de renovar la esperanza dentro de mi alma. Nada es imposible para Dios. Pero quizás no se adapta a mis deseos como a veces pretendo.

Y juzgo a Dios porque no hace lo que le pido. Porque no es fiel a su promesa en mi vida tal como yo lo quiero. No creo en su poder. Por eso calculo mis fuerzas. Porque he dejado de tener fe.

Pero hoy me dicen que para Dios todo es posible. Y vuelvo a creer. Y sé que Él no quiere actuar sin mí. Me necesita, cuenta conmigo, para hacer lo imposible. Quiere que lo busque en cada momento. Todo es posible para Dios, cuando abro la puerta y dejo que entre.

Madeleine Delbrêl, asistente social en Ivry, Francia, que descubrió a Dios en las calles de la gran ciudad y en los anhelos insatisfechos de los hombres, decía: Más allá de lo que hagamos, más allá de que empuñemos una escoba o una estilográfica, que hablemos o permanezcamos mudos, que zurzamos una prenda o demos una conferencia, cuidemos un enfermo o estemos escribiendo con la máquina de escribir. Todo eso es sólo la cáscara de una realidad maravillosa, del encuentro del alma con Dios minuto a minuto. ¿Llaman? ¡Abramos rápidamente!: Es Dios que viene a amarnos. ¿Vino alguien?: ¡Adelante! Es Dios que viene a amarnos. ¿Hora de sentarse a la mesa?: ¡Vayamos! Es Dios que viene a amarnos. Dejémoslo hacer.

Es Dios que viene a hacer posible lo imposible. Viene a hacer realidad los sueños de mi alma. Viene a cambiar mi corazón que no se resigna a la vida que lleva y quiere algo más, sueña con algo más. Viene a amarme para que yo le ame.

Quiero lo imposible. Pero es verdad que mis planes no siempre resultan. No logro eludir la cruz, o que sea esta más pequeña. No consigo caminar más rápido. Ni tener más de lo que tengo.

Pero sigo sabiendo que para Él no hay nada imposible. Aunque no me toque ver a mí los frutos, ni el cielo en la tierra. Pero sé que puede forzar la puerta de mi alma. Puede sanar mis heridas más profundas. Puede hacer que me sienta en paz y no me queje tanto de la vida.

En realidad lo que me sana es no querer lo imposible. No desear lo que no poseo. No pretender una vida sin cruces. Me sana no atarme a lo que tengo, a mis deseos, por miedo a perderlo todo. Lo que de verdad me hace libre es necesitar poco, y exigirle a la vida sólo lo que me da.

¡Cuántas veces mi oración es egoísta! Pido lo que a mí me viene bien. Pido lo que deseo y pienso sólo en mí. Giro en torno a mis necesidades. Y me enfado con ese Dios impotente que no me salva.

Tal vez si cambio mi forma de mirar resulta que veo su poder actuando. Cuando dejo de pedir tanto y comienzo a esperarlo todo. Descubro entonces en mis propias carencias un camino de vida, una misión tan grande.

Como le ocurrió al P. Kentenich: “Al ver cuántas personas han perdido su hogar, se suscita en mí una fuerza que me impulsa a poner todo mi amor a disposición de la gente. Permítanme confesarles que esta fue una de las fuerzas motrices que me llevaron a ordenarme sacerdote, poner a disposición de los hombres todas mis energías. No tengo a nadie, así ocurrió en mi caso, por eso el firme principio: lo que te ha pasado a ti, que en lo posible no le pase a nadie más. De ahí brota la fuerza para renunciar a uno mismo. Brindemos hogar a otros cuando nuestro propio corazón clame por hogar”.

El P. Kentenich sufrió tanto la soledad en su vida. Y creyó que la misión que Dios le confiaba en su herida era hacer posible que muchos no sufrieran lo que Él había sufrido. Dar hogar sin haberlo tenido.

Y Dios hizo posible lo imposible a través de su corazón de padre, de buen pastor. Utilizó su vida rota, su tiempo tan finito, sus gestos torpes, sus palabras pobres. E hizo milagros haciendo que fuera posible lo imposible.

Hoy Jesús me invita a mirar mi corazón. Y quiere que busque en el alma mi misión imposible. Desde mi herida. Esa misión que me parece inalcanzable. Sé que Dios lo puede hacer conmigo, porque para Él todo es posible.

Mi misión tiene que ver con los hombres, con sus carencias, con sus heridas, con sus dolores. Hay tanta soledad y abandono. Hay tanta pobreza en el alma. Hay tanta angustia y amargura. Y mi vida puede hacer posible lo que parece imposible. Desde mi carencia, desde mi dolor. Mi misión concreta es la que me da luz y esperanza.

Me gusta mirar así mi vida y creer en su poder infinito. En medio de la más negra noche aparece una luz. Cuando en la vida todo se torna oscuro, surge un destello de esperanza entre mis dedos. Parece todo perdido y brota la esperanza. Esta promesa de vida hoy llena mi alma.

El Adviento me dice que para Dios todo es posible. Si creo. Es posible acabar con la negrura del alma. Es posible creer contra toda esperanza. Es posible sembrar amor cuando no he sido amado. Es posible perdonar lo imperdonable, aun no habiendo sido perdonado.

Y creer que en medio del dolor más hondo es posible encontrar una esperanza a la que agarrarse. Aunque me siga doliendo. Y ver algo de luz con mis ojos ciegos. Es posible lo imposible cuando creo en ese Dios que me ama y me recuerda que tengo una misión que realizar. Que hago falta en este mundo tan roto. Que mi vida tiene un sentido que no alcanzo a distinguir al perder a un ser querido, al sufrir el abandono o la soledad, al caer enfermo.

Cuando me encierro en mis miedos y angustias. Cuando no soy capaz de construir nada porque me vuelvo destructivo en mi pecado. Y no perdono mis actos, ni mi pasado, ni mis errores. Y entonces resulta que sí que es posible cambiar. Cuando menos lo espero Dios me dice que sí, que no dude. Que si creo en lo imposible Él lo puede hacer realidad. En mi vida, con mis gestos y mis manos.



© Carlos Padilla Esteban - Aleteia

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